DENNIS HOPPER, IN MEMORIAM

ALBERTO ÚBEDA-PORTUGUÉS
UN POCO DE CINE. 11 de junio de 2010


La reciente muerte de Dennis Hopper (Dodge City, Kansas, 1936-Venice Beach, California, 2010) engrosa la lista de víctimas y damnificados de los gloriosos iconos de los 60. Se fueron muy pronto de una u otra manera el Che Guevara, John y Robert Kennedy, Martin Luther King, Jimi Hendrix, Janis Joplin... más tarde John Lennon y tantos otros que representaron de diferentes formas un sueño de libertad. Se nos derrotó con todas las de la ley, no importa si estuvimos o no, en las calles de París en Mayo del 68, en la culminación desgraciada de la Primavera de Praga, en la Plaza ensangrentada de las Tres Culturas de México D.F., ese mismo 1968. La contracultura, mientras seguía perdiendo batallas a lo largo de las siguientes décadas, fue desapareciendo como el agua por una alcantarilla.



Hopper, actor desde su adolescencia en películas como "Rebelde sin causa" (Rebel Without A Cause; Nicholas Ray, 1955) o "Gigante" (Giant; George Stevens, 1956) -protagonizadas ambas por otro ilustre vencido, James Dean-, se empapó de la cultura del rock and roll en los 50 y con la generación hippy explotó como cineasta en un film libre y hermoso: "Easy Rider" (1969). Él lo protagonizó junto a Peter Fonda y a un entrañable Jack Nicholson que daba el salto a la fama encarnando a un abogado sureño bebedor que viajaba por EE UU con sus dos psicodélicos compañeros moteros en busca de conocimiento, libertad y amor. "Easy Rider" (con música de los Byrds, Steppenwolf, Bob Dylan, The Band) fue un vehículo sublime para amplificar la rebelión contra el establishment que se estaba gestando. Una película que tenía mucho sentido del humor, aunque, según avanzaba el metraje, se convertía en una tragedia sin paliativos a consecuencia del conservadurismo de la gente del pueblo de la América profunda, que Hopper mostraba descarnadamente, y su modo de pensar tendente a suprimir lo diferente o lo desprejuiciado. "Easy Rider" contribuyó a que mucha gente se interesara de pronto por la cultura pop, por las puertas de la percepción que invocaban las drogas, y fue una gota más, acompañada de las revueltas y las reivindicaciones pacifistas que reclamaban los jóvenes contestatarios -sobre todo, de rango universitario-, que decidió al Gobierno de EE UU, y en mayor o menor medida al resto de países desarrollados u occidentales, a ir desmontando sutilmente este proceso de destrucción de la sociedad que representaban sin gran claridad de ideas estos grupos antiautoritarios.

Hopper, como tantos otros en sus propios caminos de liberalización, no supo seguir la estela pseudo revolucionaria de "Easy Rider". Rodaría un film surrealista en Perú, "The Last Movie" (1971) que, a propósito de un especialista en escenas arriesgadas (stuntman) que vivía una historia de amor y se involucraba en las luchas intestinas en un poblado andino, venía a ser como un trayecto convulso e iniciático por los efectos de los narcóticos, y fue condenada al olvido. Después, Hopper certificó con su poderosa encarnación de Tom Ripley (el emblemático asesino siempre en guerra consigo mismo que Patricia Highsmith creó en una serie de novelas: "El talento de Mr. Ripley", 1955; "La máscara de Ripley", 1970; "El juego de Ripley"-El amigo americano-, 1974; "Tras los pasos de Ripley", 1980; y "Ripley en peligro", 1991 ) en "El amigo americano" (The American Friend; Wim Wenders, 1977), ese ambiente de desencanto y tristeza por el final del sueño que Lennon ya había anunciado a principios de los 70.


Para concluir esta etapa, Hopper intervino en "Apocalypse Now" (Francis Ford Coppola, 1979) en la que encarnaba a un fotógrafo imbuido también de los preceptos de la contracultura -en otra prueba más de esa derrota inapelable de la que hablamos y que abarcó un buen número de films de los 70 (citemos "Pat Garrett y Billy the Kid", Sam Peckinpah, 1973; o "El cazador", Michael Cimino, 1978)- que vivía en la selva vietnamita atiborrado de alucinógenos y sin capacidad de respuesta ante el espanto que cada día creaba un oficial norteamericano desertor (Marlon Brando), de otra manera igualmente víctima del sueño contracultural, convirtiendo su dominio selvático en un santuario de sangre, locura y poesía.

A su modo, siempre lúcido y coherente, Hopper volvió a ponerse detrás de las cámaras para ofrecer "Caído del cielo" (Out of the Blue, 1980), que protagonizó junto a Sharon Farrell. Una película demoledora sobre una pareja de fracasados con una hija adolescente que ven cómo se deshacen las cosas que tenían, el amor, su clase de vida en el que querían seguir creyendo. Neil Young prestó para el film uno de sus temas más testimoniales de esa dureza nihilista que se palpaba de finales de los 70 ("My My, Hey Hey, out of the blue") y que sintonizaba con el sentimiento punk (la hija de los protagonistas de "Caído del cielo" era fan de Johnny Rotten, cantante de Sex Pistols), violento o al menos arisco, entonces en su apogeo, que negaba y despreciaba los ideales de los 60.




En los 80, Dennis Hopper sacó partido de su fama de maldito y primero fue en "La ley de la calle" (Rumble Fish, 1983) un padre nada ejemplar pero comprensivo con unos hijos que vivían la pesadilla que era enfrentarse a la realidad después de la esperanza de cambio de unos años antes. También se especializó en malos posmodernos que dejaban huella como el perverso mafioso de "Terciopelo azul" (David Lynch, 1985) o el villano apocalíptico de "Waterworld" (Kevin Reynolds, 1996). Como cineasta, Hopper optó por hacer films que plasmaban una atmósfera agria y turbadora -a lo que quizá se ha reducido el american dream tras los excesos buenos y malos de los 60, con la amenaza del sida recortando al mínimo las conquistas en el terreno sexual y la vuelta a las drogas que nunca se fueron, el alcohol y el tabaco, amplificadas por la sustancia yuppy por excelencia, la cocaína-, que dejaban claro el terror ambiental ultrarreaccionario de los nuevos tiempos. Dos de esas películas que firmó Hopper y captaban dichas directrices fueron "Colors" (Colores de guerra, 1988), protagonizada por Sean Penn y Robert Duvall, que reflejaba la lucha de dos patrulleros contra la mafia de Los Ángeles; y "Labios Ardientes" (The Hot Spot, 1990, con Don Johnson y Virginia Madsen, que, en un thriller tórrido de ambiente tejano, insistía en que las soluciones felices sólo eran posibles, y con muchos peros, a una escala individual o de pareja, de puertas adentro, protegidos de la peligrosa intemperie.



Descanse en paz este visionario que creyó en un mundo mejor y fue arrasado, arrastrado por el fango -dan más o menos igual las metáforas- como nos ha pasado a todos los que no siguieron ni seguimos la doctrina eterna de Bush y sus anteriores encarnaciones y las leyes del terrorismo de unos y de otros (no hace falta empuñar una pistola o ser un suicida cargado de explosivos para ser miembro de este club de genocidas que pueden pulverizarte con un movimiento especulativo en bolsa) post-11S.

Te recordaremos con cariño, Dennis. Por ejemplo, en la piel de Tom Ripley en "El amigo americano", pronunciando esta frase ante una grabadora:

"No hay nada que temer, salvo al miedo mismo".