SUNDOWN
ALBERTO ÚBEDA-PORTUGUÉS
Siempre iba detrás de sus ajustados tejanos, de un mínimo gesto encantandor que le hacía tener fe. Rebuscaba en sus bolsillos las últimas monedas para poseerla otra vez, como cualquier noche. Como cualquier noche, cantaba en cafés anónimos cercanos al puerto donde los marineros bebían y olvidaban travesías.
"La veo recostada con su vestido de raso en una habitación donde uno hace lo que no confiesa".
Se sentía como un conquistador del amor, hechizado por sus cabellos rubios, por el reflejo del sol en sus ojos. Buscando la suerte en el último abrazo y creando canciones que le alegraban el alma.
"Mira como una reina en el sueño de un marino y no siempre dice lo que piensa".
Era un romance del que apenas podía decir nada coherente. Lo único que tenía claro era que cada día sentía una emoción incontenible y dejaba sus otras ocupaciones (estibador, chico de los recados, repartidor de periódicos) para refugiarse en sus brazos. En cualquier momento se imaginaba cómo la amaría. Estaban en una habitación desolada donde nada parecía estar en su sitio y sin embargo era acogedora.
-¿Por qué me miras así?
-No tengo otra cosa que hacer en la vida.
Era un esclavo de esa fascinación y no podía ni quería evitarlo. Simplemente, ella enarcaba una ceja y eso bastaba para que el calor le entrara por la punta de los pies y le llegara hasta la raíz del pelo.
-¿Cuánto puedes pagarme?
-Te daré como siempre todo lo que tenga.
Y después volvía a cantar en garitos infestados de humo y alcohol. Inventaba historias en las que las sirenas llevaban a los marinos al fondo del océano. Los hombres del mar, que escuchaban las canciones, bebían con ansia tratando de olvidar una gran ola que estallaba en su cabeza.
"Sé todas las cosas que un hombre puede hacer. Perderse en su amor es la primera de tus equivocaciones".
Él después corría a pagarle sus servicios. Y el amor, suave, fuerte, embriagador, se adueñaba de su ser. Se sentía de alguna manera completo, esa es la palabra, viéndola desnuda mientras ella peinaba sus largo cabellos y el mar se recortaba en la ventana.
-Me iré pronto.
Su voz no parecía real. ¿Lo habría soñado? ¿Cómo era posible que tal perfección de felicidad inefable se evaporara de su vida?
Miró tontamente la palma de su mano. Quizá era cierto que el destino, los plazos del amor y la muerte, estaban marcados en esas misteriosas líneas.
La marea comenzaba a subir. Los barcos calentaban motores, la tripulación cerraba la bodega repleta de carga. Rebuscó otra vez monedas en sus bolsillos, algún billete arrugado, pero le respondió el vacío. Le dejaron actuar en uno de los lupanares más concurridos. Mientras cantaba, vio a los marineros con el petate al lado de sus mesas. Seguían bebiendo, la mirada turbia y la mente muy lejos de allí, en Singapur donde también se emborracharían y amarían a quien se dejara o en Macao, en la que perderían en una mano de cartas la paga de un año.
"A veces me avergüenza sentirme mejor cuando no tengo dolor".
Aquella tarde consiguió más monedas, sus canciones sonaron como nunca. Retó al tiempo con más valor. Pensaba que había compuesto una canción que dejaba sin efecto el destino y las despedidas.
"Es una mujer difícil de amar y eso hace que me sienta mal".
Subió casi contento a la habitación desolada. Los ojos llenos de pasión, soñando con los primeros besos y el placer a la luz de las velas. Abrió la puerta. Su olor estaba en cada rincón, encima de la cama, en la ventana desde la que se veía zarpar un barco. Unos cabellos rubios en la cubierta, un marinero tatuado a su lado.
Anochecía. Sí, sin duda se había sentido triunfante con sus nuevas y hermosas canciones, pero mientras se alejaba el barco y la melena rubia se fundía en el chaquetón del marinero se daba cuenta de que no tenía nada y que sólo podía abrazar la botella triste que había dejado el hombre de mar cerca de la cama donde había amado, a cambio de viajes y aventura, a la mujer por la que él suspiró.
"Anochece, a veces creo que es pecado sentirme como un ganador cuando estoy perdiendo de nuevo".
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