20 DE NOVIEMBRE 2

ALBERTO ÚBEDA-PORTUGUÉS. UN POCO DE CUENTOS
El general paseaba rodeado de silencio por la plaza mal iluminada y todavía con escombros de la destrucción de escasos meses antes. El viento arreciaba y las hojas se desprendían de los árboles con violencia. Ráfagas de lluvia chocaban contra su grueso capote militar.

-De ninguna manera -se dijo entre dientes. Y estiraba su recortada figura embutida en un uniforme al que habían puesto demasiado almidón.

Caminaba a tramos cortos, como si se arrepintiera de su paseo, entre las figuras de reyes y nobles olvidados: Ordoño II, Fernán González. Se sintió, de pronto, un poco poeta y sin pensarlo declamó a las audiencias invisibles que lo contemplaban unos versos muy ad hoc de "Don Juun Tenorio":

-¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?

Su voz era aflautada, sin potencia. Un coche Ford con los faros encendidos le seguía a distancia y de vez en cuando apagaba y encendía las luces. El general levantaba un momento la mano y seguía paseando entre las estatuas (Ramiro I, Doña Sancha) envuelto en el silencio, agitado por el viento, la lluvia, la noche.

-Eso sí que no. ¡Qué coño! -gritaba encolerizado, importándole una higa que alguien pudiera oírle.

Un arriero subido en un carro con una pesada carga del que tiraba el cansado asno apareció por una esquina de la plaza.

El general se estiró un poco más. No tenía una estatura ni siquiera mediana, pero eran pocos los españoles, en esa hora del 20 noviembre de 1939, que tenían una altura como la normal en Europa.

-No puede ser -se dijo otra vez.

El carro continuaba su recorrido por la plaza y estaba cerca del coche que seguía al general. Sus ocupantes no hicieron nada al ver al pobre arriero, protegido de la lluvia, el viento, el frío, por una simple boina y una chaqueta de pana raída y dirigiendo las riendas del carro con una carga de leña tapada por una mugrienta lona de la que sobresalían algunas ramas, y animando con leves arres al pulgoso asno.

El general, bien protegido por su capote, su gorra de plato con las máximas insignias, el uniforme forrado de lana y la negras botas relucientes que le llegaban hasta la rodilla observó un momento cómo iba aproximándose el carro, pero no le prestó mayor atención. Se arrebujó un poco más en la ropa que lo protegía, se estiro todo lo que pudo y golpeó sus botas contra el asfalto.

-A esos también.

Lo decía todo en voz alta. Nadie en verdad le oía. Las contraventanas de los edificios de la plaza estaban cerradas como si fueran las tres de la madrugada y no las ocho y media de la tarde. El palacio real era una mole fantasmal que parecía que iba a desvanecerse entre las rachas de viento y lluvia.

-Mi mano no temblará.

El carro continuaba acercándose por el asfalto hacia el lugar donde estaba el general. El coche de protección estaba demasiado lejos.

-Aunque, quizá, pueda hacer algo por algún hijo de puta.

El general dio la vuelta en redondo y continuó pensando su línea de acción. Se sentía cómodo con su capote, su uniforme militar, su bigote recortado, la pistola al cinto, la guerrera. Se sentía más hombre, más entero. La ridícula ropa civil le sentaba como un tiro y en el fondo pensaba que era más bien para lucirla desocupados o mariquitas. La vestimenta, el uniforme que le convenía a España era el militar y el eclesiástico.

El arriero seguía su doloroso transcurso por la plaza. La lluvia le caía por el rostro. Profundas arrugas surcaban sus mejillas.

-Hay que matarlos a todos. No se hable más.

El coche en la lejanía volvió a encender y apagar los faros. El general volvió a saludar.

En ese momento, del interior de la carga de leña, separando la mugrienta lona, se levantaron dos figuras borrosas con fusiles que apuntaron y dispararon al general. Le dieron en una pierna. El general consiguió sacar su arma y repeler la agresión. El coche se aproximó a toda velocidad. Los hombres seguían accionando sus armas y alcanzaron al general en el vientre. Los del coche de escolta comenzaron a disparar al carro. El burro había despertado de su somnolencia y galopaba rebuznando enloquecidamente. El arriero también tenía una pistola y, volviéndose, disparó al coche que les acosaba. El general yacía tendido con las manos en el vientre.

-No hay piedad para nadie en este mundo de muerte -dijo, sintiéndose otra vez poeta mientras las hojas de los árboles se arremolinaban y se juntaban para taparle las heridas.

Se desvaneció.

Ver "20 de Noviembre" en 2009 http://pocodecine.blogspot.com/2009_11_01_archive.html

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