20 DE NOVIEMBRE


ALBERTO ÚBEDA-PORTUGUÉS








Era 20 de noviembre. La noche había caído. La plaza de Oriente estaba en sombras, como toda la ciudad. Un hombre de uniforme paseaba entre las estatuas. La lluvia fina mojaba su capa militar. De vez en cuando pasaba a lo lejos un Ford negro y misterioso para ver si todo estaba bien. El viento hizo volar las hojas desprendidas de los árboles y el militar se arrebujó en su capa.

-Podría ser- se decía-, podría ser.

No había nadie para intentar oír sus frases. Los escombros eran visibles en un rincón de la gran plaza. El palacio real era el testigo mudo de los pensamientos del militar.
-Ya ha habido demasiadas muertes. Demasiadas venganzas.

El militar pensaba y paseaba sin tregua. Hacía señas al coche a lo lejos que se quedaba a la espera. Por el lado contrario de la plaza penumbrosa, iba llegando un carro tirado por un burro famélico. El carretero iba al lado del asno, sujetando las riendas. Sobre el carro sobresalía algo informe. Seguía lloviendo sin pausa, suavemente.

-Podría sacar de la cárcel a los que tengan algo que ofrecer, podría aplazar juicios, ejecuciones. Ha muerto tanta gente.

Lo mascullaba el militar con un gesto de cansancio. El carretero seguía pasando de largo, estaba casi frente a la entrada principal de palacio. El militar permanecía absorto entre las estatuas protegido por su capa del viento y la lluvia. Relucían, por encima del pantalón, sus botas militares.

-Hay que hacer avanzar España, necesitamos de todos. Una dictadura férrea pero concediendo el trabajo y la posición a los que lo merezcan. Mañana mismo, esta noche, dictaré una orden por la que se dejen en suspenso sentencias, mejoren las condiciones de los presos, se ralentice la actividad de los tribunales militares para condenar a los enemigos de la patria.

El hombre con el carro seguía su cansino recorrido. El burro defecó justo a la altura de la entrada de palacio. El Ford negro, grande, impoluto, pasó cerca del carro e hizo nuevas señas al militar. Éste indicó que se alejaran. El hombre uniformado se encontraba a pocos metros de la estatua de Fernán-González y otros nobles castellanos.

-¿Serían estos reyes clementes, magnánimos? Hay tiempo de enderezar el camino, de que vuelva el esplendor a esta tierra atribulada. Sí, lo haré.

Se dispuso a buscar al coche de seguridad. La lluvia arreciaba. Notaba gotas que se colaban por el cuello de la guerrera. De pronto, el hombre del carro giró hacia él. De la caja, surgieron dos hombres debajo de una manta. Todos portaban armas. El militar vio la maniobra y alargó la mano hacia su cartuchera. El carretero y sus acompañantes corrieron hacia él. El burro quedó abandonado, las orejas gachas, frente a palacio. Disparaban al militar. Una y otra vez. Cayó la figura de uniforme, de testigo la estatua de un olvidado rey visigodo. La lluvia le borraba el rostro.

-Tengo que hacerlo -pensó-, tengo que hacerlo, ya está bien de venganzas, de muerte. Mañana, esta noche, dictaré una orden....

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