JUAN MARSÉAñadir imagen

ALBERTO ÚBEDA-PORTUGUÉS

Un hombre con chaquetón de cuero, perseguido por los guardias, entró en el cine a toda prisa. De un bolsillo se cayó una cuartilla escrita a mano que quedó en el suelo del vestíbulo. Refugiado en las sombras, el fugitivo se sentó al lado de una mujer que fumaba mientras veía la secuencia en la que Humphrey Bogart está desolado en la estación de tren parisina esperando inútilmente a que Ingrid Bergman llegue para irse los dos a Marsella y casarse. Los agentes entraron en la sala. Vieron aquella desolación de Bogart en la pantalla y con sus linternas enfocaron a múltiples parejas que se enlazaban en besos que no terminaban. A la luz de la linterna todos los hombres parecían iguales, todos tenían patillas, barba cerrada, un aire altivo y ambiguo y las mujeres llevaban media melena, un suéter de cuello alto ajustado y falda plisada que les llegaba a las rodillas. En otras filas, dos hombres hablaban quedamente y se intercambiaban objetos y más allá, cerca de la pantalla, se podía rastrear el olor de la conspiración y la ilegalidad en un grupo que consultaban papeles, se abrazaban y encendían cigarrillos.
¿A quién detener? ¿A todas las parejas que se besaban? ¿ A los que se intercambiaban objetos y mensajes? ¿A Bogart que huía conmocionado de la zarpa nazi?
El hombre que había entrado en el cine miró en las sombras a su vecina de asiento, tan parecida a Ingrid Bergman, con ese aire trágico y sensual de los ideales y el amor. Ella respondió a su mirada y comprobó que en su mano portaba una pistola. Los guardias se aproximaban con sus linternas. Bogart ya estaba rompiendo corazones en Casablanca y Louis Renaud, el militar de Vichy, sospechaba que no era tan cínico como parecía. El fugitivo sujetaba la pistola como si estuviera pegado a ella tras una descarga. Faltaban pocos metros. Las parejas quedaban deslumbradas por el foco y deshacían su abrazo. La mujer vio la pistola y a los policías y cuando el haz de luz iba a iluminarles ella besó en los labios a su pareja y cogió la pistola hasta que se la arrebató, desapareciendo en su bolso.

-Si no la quiere, yo podría ir con ella -dijo el capitán Renaud, en la pantalla.

-Usted siempre ha sido muy democrático con las mujeres -contestó Bogart/Rick, siempre fumando y casi de buen humor.

El perseguido se sintió transportado en aquel beso interminable. Pasaron por su mente otros besos, otras persecuciones, un atraco a un banco y la vez que fue herido. Viajó en un instante húmedo hasta encontrarse con su enlace en la frontera y el planeamiento en un sótano clandestino, entre densas cortinas del humo de cigarrillos y otros papeles del comienzo de una novela de posguerra, de un atentado que trajera libertad en la telaraña interminable de la opresión.

-Oiga, oiga, identifíquese -exigió el guardia, con voz aguardentosa.
Iba a intentar una acción a la desesperada cuando la mujer enseñó, del mismo bolso donde sobresalía la pistola, una cartera que el agente abrió. Bogart jugaba con fuego en la pantalla, los nazis recelaban de sus verdaderas intenciones en Casablanca.

-De ser yo mujer, es el hombre con el que me gustaría casarme -confesó Renaud a sus invitados nazis, en torno a una mesa del café de Rick con champán y caviar.
Entonces el guardia, ante la sorpresa del hombre del chaquetón de cuero, devolvió la cartera a la mujer, y la saludó militarmente.
Bogart estaba molesto y extrañado al oír en su local la melodía prohibida de "El tiempo pasará". Levantó los ojos y allí estaba Ingrid Bergman. No estaba menos sorprendido el perseguido mientras miraba a Bogart y Bergman en la pantalla dedicándose amor y odio a la vez y miraba a la bella desconocida entre el deseo, la angustia y el peligro que le encogía el estómago.
Los policías salieron del cine. En el hall recogieron una hoja escrita a mano. Empezaba así: "Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rojos..."

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